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Foto del escritorIgnacio Urquiza

CELEBRA MÉXICO

Actualizado: 14 dic 2017

Libro México Celebra.

Editorial Ambar Diseño/SPI

Fotos y Texto Ignacio Urquiza


En mis múltiples recorridos por nuestro país, buscando imágenes para los proyectos en que he trabajado, acerca de la gran riqueza gastronómica, arquitectónica y cultural en general, me he percatado que a veces se nos olvida, pero el espíritu de los mexicanos está ahí. En cualquier parte de la república está esa magia de México de la que tanto se ha hablado, solo hay que salir a buscar y se llega a los lugares donde el ambiente festivo domina, aquel que alegra nuestros corazones.





Y cada danza, cada manifestación artística, cada comunidad que veíamos ‒Adriana Sánchez-Mejorada y yo‒ nos recordaba a Georgina Luna Parra, con quien recorrimos en varias ocasiones el país. Ella siempre nos dijo que deberíamos hacer una obra sobre nuestras celebraciones. Y por medio de este libro la honramos, así como recordamos con muchísimo cariño su guía y su visión, su cultura desbordante y la calidez con la que se acercaba a la gente. He aquí la concreción de un homenaje a ella.




No obstante que los medios de comunicación masiva nos han alejado de ese trato personal y de la valoración del patrimonio cultural de nuestros compatriotas, ellos aún están ahí, como guerreros, defendiendo que no se pierda esta riqueza, la cual es un factor de cohesión y de permanencia de sus comunidades. Aunque muchas de estas lamentablemente perdieron sus fiestas, todavía hay muchísimas que las conservan con toda fidelidad y cuidado, a través del maestro y de la maestra de danzas del pueblo, de la escuela, de los trajes, la música, así como de los elementos religiosos traídos por los españoles y los existentes en el mundo prehispánico.





Si bien durante mis viajes por la república he encontrado cambios sustanciales en la cultura ‒como en la confección de la indumentaria y su uso, sobre todo en la península de Yucatán y en Chiapas‒, para mi sorpresa, en estos doce últimos meses que estuvimos viajando para atestiguar la permanencia de nuestras costumbres en las celebraciones mexicanas, nos encontramos con muchas fiestas que están vivas como lo estaban en los años setenta y ochenta del siglo pasado, claro está que con algunas modificaciones, lo cual es lógico. Pero en esencia, en nuestras festividades se siguen usando los trajes y la coreografía de antaño. Hay muchas personas que se fueron de sus comunidades a vivir a otros estados u otros países, pero regresan para la fiesta, se ponen sus trajes y se mimetizan en los grupos de danza, con sus pasos aprendidos en la infancia; y los músicos retoman esos tambores y esas flautas para alegrar la vida en su máxima expresión una vez al año.





Entre las celebraciones que se describen y ven en esta obra, no puedo dejar de mencionar algunas por lo que me significaron como fotógrafo y ser humano. Así, quiero destacar a los afortunados tlacotalpeños, quienes nos permiten gozar esos festejos a la Virgen de la Candelaria, desbordantes de color y música de jaranas, sones y zapateado hasta el amanecer. Por fortuna, los niños participan con sus guitarras y sus voces agudas bien entonadas, en los cantos relativos al campo, a los animales, al río, a la mujer jarocha.





Hay una anécdota, la cual a su vez es una lección de vida, que siempre recordaré: la llegada en una avioneta, después de miles de trámites y regalos, al pueblo de Jesús María, Nayarit, en la Sierra Madre Occidental, y aunque ya me habían dicho que no se podían tomar fotografías, dos de mis hijos ‒con quienes viajé‒ y yo fuimos a la sala del cabildo para hablar con el gobernador. Él nos manifestó que el Consejo de Ancianos ya había emitido el edicto esa mañana, por el cual no se permitían fotos ni videos ni tomar notas durante la celebración de la Semana Santa cora. El gobernador nos recomendó disfrutar de la festividad esos tres días, ya que no podríamos salir del pueblo hasta el Sábado Santo a las once de la mañana; que mejor dejáramos cámaras y celulares guardados porque los borrados nos podían quitar el equipo y meternos a la cárcel, ya que en esos días el gobierno no tiene autoridad, sino quienes participan en La Judea. Pero la flauta me conectaba más con la danza de la tortuga y lo que nos esperaba, lo cual no podría fotografiar. ¿Cómo iba a ser eso? ¿Cómo transcurren esos días sin cámaras, lentes, tarjetas de memoria? ¿Cómo iba a pasar el tiempo caminando como turista? Nunca me había sucedido.





No se pueden imaginar lo duro que fue estar viendo todas las escenas que vimos de día y de noche de estos maestros y nahuales ‒venados, guacamayas y lagartos‒, hombres pintados con olote quemado y haciendo sus ritos, y no poder tomar una sola fotografía. Me dediqué a gozar la fiesta, a vivir la más profunda magia.

Hay ocasiones en que la sociedad, en diferentes lugares del país, rompe esquemas, como en Oaxaca y su Guelaguetza. Todos son uno, unificados en unas notas, en unos pasos, en un revoloteo de faldas que atrapa nuestras miradas y me reta a fotografiar y transmitir a quienes vean este libro lo que yo viví en ese momento. No cabe más que la alegría contagiosa de los bailes y su música, mientras los “toritos” aguardan la noche para ser quemados en alguna plaza.





Mención aparte, en cuanto a experiencia fotográfica, es la gran festividad del 12 de diciembre. Tras la cámara, intuyo que algunos peregrinos van a darle gracias a la Virgencita de Guadalupe por los milagros y los favores recibidos, otros van a pedirle que los cubra con su manto protector o que les haga el milagrito. En el día de su santo llegan desde lugares alejados, caminando muchos kilómetros, comiendo lo que pueden, durmiendo en la calle, sobre el asfalto, para demostrar su agradecimiento.





Fotografiar esos mares de peregrinos, todos en movimiento, es un reto y un ejercicio para desarrollar la habilidad y el ojo fotográfico, a fin de captar los sentimientos de fervor que están en el aire y en cada uno de los corazones de los mexicanos.

En estos magnos acontecimientos, nada más preciado y delicado que estar con mi cámara cuidando los encuadres y tratando de no alterar el ambiente, de ser simplemente un testigo prudente y discreto entre la multitud.

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